Hace un año exacto, estaba asustada, sin saber de mis compañeros, mis amigos ni mi familia. No estaba en mi casa por que lo único que tenía eran recuerdos rotos y miedos irracionales. Sin luz, agua, ni forma de comunicarnos, sinceramente, asustada de las cosas que hacía la gente en un momento en el que necesitábamos tranquilidad y sorprendida por la inesperada unidad con esas personas a las que veía todos los días y no les decía ni hola.
La necesidad de salir era asfixiante, aunque significaba ver mi ciudad destruida, tener que caminar largas distancias y encontrarte lugares que parecían campos de batalla: aprendí a evitarlos, rodear a los lugares y a las personas, evitar a los militares y a los reporteros que creían saber lo que pasaba, cuando nunca fue así.
Viví un toque de queda a mis dieciocho años, no podía salir antes de las 12.00 y tenía que estar de vuelta encerrada en casa a las 18.00, una casa que se iluminaba sólo con velas que llebavan años en un cajón, y con las luces de la calle: los neumáticos encendidos que se convirtieron en faroles y en señal de seguridad.